JUAN MAYORGA
El título de este foro, "El teatro español ante el siglo XXI", me hace recordar una anécdota que suele adjudicarse a Valle. Hará aproximadamente cien años, Valle fue interrogado acerca de cómo iba a ser la novela del siglo XX. Por lo visto, Valle contestó que, de saber él cómo iba a ser la novela del siglo XX, ya la estaría escribiendo.Mi presencia aquí, como supongo que la de mis colegas, es resultado de una ignorancia semejante a la de Valle. Los reunidos no estamos aquí porque sepamos cómo va a ser el teatro del siglo XXI, sino precisamente porque no lo sabemos. De saberlo, en lugar de estar aquí, estaríamos escribiendo ese teatro del futuro. Para saber cómo será el teatro del siglo XXI habría más bien que preguntar a los que han declinado venir con la excusa de que estaban ocupados escribiendo.
¿Qué teatro escribir en el futuro? Más aun: ¿Por qué escribir teatro en el futuro?
Esas mismas preguntas me asaltaron hace unos meses, en China, después de asistir a una función de la ópera de Pekín. Acabada la representación, pude hablar con el actor protagonista. Ante aquel hombre, yo tenía la sensación de estar ante muchos hombres. Ese actor era hijo de un actor, quien a su vez había sido hijo de un actor, quien a su vez había sido hijo de un actor. Ante él, se tenía la sensación de estar ante todos ellos al mismo tiempo. Ese hombre había interpretado los mismos papeles que su padre, que su abuelo, que su bisabuelo. Y, según me explicó, hasta donde podía saberlo, había interpretado esos papeles exactamente como ellos lo habían hecho. Yo me arriesgué a preguntarle si nunca sentía necesidad de interpretar otras formas teatrales. Me miró con extrañeza: "¿Otras formas teatrales?". "Teatro contemporáneo", le aclaré. Él me contestó con un gesto que fue mucho más que un no. Desde su punto de vista, no había ninguna necesidad de hacer teatro contemporáneo. Porque aquellas obras que él interpretaba ya eran una completa representación del mundo.
Con su respuesta, el actor chino me estaba devolviendo una pregunta para la que no tenía respuesta en aquel momento y que ahora rescato para este debate: ¿Por qué escribir una obra, una línea, una palabra más? Aquella tradición que arrancó en los griegos y que se ha extendido hasta el final del siglo XX, ese extraordinario depósito, ¿no es suficiente para representar el mundo? La historia de la literatura dramática, ¿no basta? ¿Por qué una sola palabra más? ¿Por qué escribir teatro contemporáneo?
Antes de entregar una palabra a la comunidad teatral, un autor debería preguntarse si esa palabra no es redundante. Si contribuye a la representación del mundo. Si sirve para que los hombres amplíen su experiencia del mundo.
El teatro es, junto a las otras artes, el gran archivo. El depósito que ha encontrado la experiencia humana para refugiarse y transmitirse. Un arca de Noé de la experiencia humana. Más allá de cualquier diferencia temática o formal, lo que tiene en común el gran teatro de todos los tiempos es que, de él, el espectador ha salido siempre más rico en experiencia. Tengo para mí que, en el futuro, como hasta ahora, sólo valdrá la pena trabajar en un teatro que enriquezca la experiencia del espectador.
Considerar que eso es lo más importante, lo central, es tanto como negar la centralidad de otras misiones que a veces se asigna al teatro. Es negar el valor de aquel teatro que no enriquece en experiencia al espectador.
Sin embargo, podría ocurrir que el futuro estuviese dominado por un teatro quizá opulento en muchos atributos, pero menesteroso en experiencia.
A la edad de setenta y seis años, en diálogo con Zelter, Goethe supo describir el final de una época y el comienzo de otra: "La riqueza y la velocidad son aquello que fascina al mundo y a lo que todos aspiran. (...) Claramente, el nuestro es un siglo para las cabezas astutas, para hombres sencillamente prácticos que, dotados de cierta habilidad, sienten alguna superioridad sobre la masa aunque carezcan de capacidad para elevarse hasta lo más alto. Mantengámonos nosotros, en la medida de lo posible, en aquella actitud en la que hemos estado avanzando. Probablemente seremos los últimos, con la compañía de cada vez menos hombres, de una época que no ha de volver jamás" .
Las palabras de Goethe, escritas en 1825, parecen haber sido concebidas para nosotros. Para un tiempo fascinado por la riqueza y la velocidad. En particular, parecen haber sido concebidas para caracterizar la industria cultural de nuestro tiempo. Más en particular, el retrato esbozado por Goethe se ajusta a muchos de los líderes de nuestro teatro. Repito la descripción que para ellos nos ofrece Goethe: hombres astutos, sencillamente prácticos, que, dotados de cierta habilidad, pueden auparse un milímetro sobre la masa, aunque sean incapaces de elevarse más allá.
El teatro contemporáneo raramente es mejor que el mundo para el que está hecho. Casi nunca se orienta al enriquecimiento del espectador. Se ocupa más bien de entretenerlo, de halagarlo, de fortalecerlo en sus prejuicios, de manipularlo o de humillarlo por medio de sus máquinas. Hoy, raro es el teatro del que el espectador sale más rico en experiencia.
Para encontrar un vocabulario con el que reflexionar sobre ello, como en otros muchos momentos, me es útil aquí releer a Aristóteles. Desde luego, citar al viejo Aristóteles en un debate sobre el teatro del siglo XXI, es, al mismo tiempo, un gesto.
El Aristóteles que quiero traer a colación es el del capítulo VII de la "Poética". A mi juicio, en ese texto seminal, Aristóteles describe los dos umbrales entre los que se mueve cualquier obra de arte que merezca tal nombre. La tragedia, dice Aristóteles, ha de tener cierta complejidad para ser bella, porque "bello" sólo se puede decir de lo que, teniendo partes, alcanza la armonía en la relación entre esas partes. Pero la tragedia, añade Aristóteles, no debe tener una complejidad que exceda la inteligencia del espectador. El teatro sólo sucede en el espectador, y éste se desinteresa tanto por lo muy simple como por lo demasiado complejo.
Los grandes maestros del teatro consiguieron encontrar la sencillez compleja. Consiguieron que sus obras fuesen ricas en planos, en niveles de interpretación, en lecturas. Consiguieron construir obras tan complejas como lo es la experiencia humana. Pero también fueron capaces de hacer que, de un modo inmediato y directo, muy distintos espectadores hiciesen suya esa experiencia que se les presentaba en escena. Los grandes maestros fueron capaces de hacer que el espectador conectase su propia experiencia con la compleja experiencia que ante él se representaba.
El teatro contemporáneo, en cambio, se mueve casi siempre en el umbral inferior de la franja de complejidad descrita por Aristóteles. Esa zona baja de la franja es el espacio propio del llamado teatro comercial, que no enmascara sus objetivos. Pero también se ha convertido en el territorio de un teatro banal disfrazado de culto. Me refiero a muchos espectáculos que camuflan su elementalidad con gestos enfáticos y declaraciones solemnes. Me refiero también a la vulgarización de los clásicos. Algunos de esos productos han obtenido el favor del mercado. Son un signo de nuestro tiempo: teatro infantil para adultos.
Ante ese horizonte, la pregunta hoy, como siempre, es la de si seremos capaces de hacer un teatro de experiencia. Un teatro que extienda la conciencia sin ser elitista. Un teatro que sea al tiempo culto y popular.
Llegados a este punto, no me asusta pronunciar la palabra más maltratada: "compromiso". Yo la entiendo así: comprometido es el hombre consciente del poder de sus actos. Tan ingenuo es pensar que el arte puede cambiar el mundo como desconocer que toda acción tiene su efecto. Ninguna obra puede cambiar el mundo, pero en cada obra se construye conciencia o se destruye; cada obra empequeñece la vida o la engrandece.
El compromiso es decir la verdad. De eso se trata: de decir la verdad. De hacer visible la realidad. De hacerla visible, porque la realidad no es evidente. De desvelarla, porque está enmascarada.
Un teatro así es necesario ahora, como lo fue siempre. Cualquier otro teatro no merece ser puesto en escena, ni ser escrito, ni siquiera merece ser imaginado. Cualquier otro debería ser despreciado con el gesto de suficiencia con que aquel actor chino despachaba todo el teatro contemporáneo. Cualquier otro merecería que el hombre de hoy le dijese: Ni una obra más, ni una línea más, ni una palabra más.
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