LOS SURCOS DE LA LLUVIA.

ALGUNAS REFLEXIONES SOBRE EXPERIENCIAS EN LA ESCRITURA TEATRAL CONTEMPORÁNEA.

Raúl Hernández Garrido *

Con estas páginas quiero resumir y reflexionar sobre una aventura dramatúrgica que me ha tomado más de cinco años. Un trayecto de experiencia en el que he vivido un crecimiento en mi forma de entender la escritura y en el que he explorado nuevas (al menos, para mí) formas de expresión dramática. Pero antes quiero puntualizar ciertas cuestiones acerca de la necesidad y el papel del escritor teatral.

Me considero un escritor contemporáneo, es decir, que vivo y me siento afectado en mi escritura por las circunstancias que impone el tiempo en el que me emplazo. La gran revolución que desde comienzos de este siglo ha tenido lugar por el desarrollo de la labor y el papel del director de escena, y los grandes hallazgos que se han realizado de esta manera, han desplazado la autoría en teatro del campo del dramaturgo al del director, dando lugar también a abusos y enfrentamientos por todos conocidos. Uno de ellos es que, salvo notables excepciones, una gran mayoría de los directores (y muchos de ellos de los que se suponen "de vanguardia"), limiten el repertorio habitual de sus trabajos a textos no contemporáneos. Una de las "ventajas" evidentes de esto es que el director de escena no necesite enfrentarse a la siempre molesta presencia del autor vivo y encuentre más facilidad para, a su antojo, manejar (o manosear) y alterar (o atropellar) el texto, justificando como "búsquedas apasionantes" lo que, muchas veces, se queda en chapuzas irresponsables y efectistas.

Eso ha llevado al absurdo de la renuncia del dramaturgo. Así, muchos compañeros de mi generación (así se lo he escuchado a más de uno, en más de una ocasión, no sin vergüenza ajena) aspiran a convertirse en simples guionistas del director de escena. Se plantean un necio vasallaje que empobrece tanto su labor como le ofrece un bien escaso al director de escena. Prefieren no decir nada a decir algo que moleste, sin darse cuenta de que el texto que molesta es el único que puede dar frutos. Esa renuncia se amplia a la Literatura, la nación natural de todo escritor. Se sienten tanto mejor cuanto más se amolde su texto a la puesta en escena que le va a dar vida sobre el escenario, sin darse cuenta de que la obra (ya sea dramática, narrativa, lírica, etc.) está obligada a tener vida propia y a alumbrar en el lector que la espera (y tanto el director como el mismo escritor son otros lectores más) aspectos que éste desconoce antes de su encuentro con el texto. Es decir, estar abierta a nuevas lecturas, a nuevas puestas en escena, a no agotarse, por no tener más que decir, el mismo día de su estreno.

No se puede renunciar a la Literatura, y el dramaturgo debe asumir su condición de escritor, de literato (no de retórico, en el aspecto negativo de la palabra): su obra ha de ser capaz de resistir mil lecturas diferentes, mil puestas en escena diferentes. En eso supera al director de escena, que difícilmente visitará su obra en más de una ocasión, y aún así sin agotarla, por mucho que arranque de ella nuevos sentidos, nuevos reflejos. La obra permanecerá virgen para nuevas lecturas, para nuevas puestas en escena. Como escritores que somos, debemos aceptar el hecho insoportable de que la obra que aparentemente nace de nuestras manos ( o más bien entre nuestras manos) nos debe sobrevivir, debería estar viva mucho tiempo después de que nosotros nos hallamos desvanecido en el olvido.

El escritor sí que debe dejar manos libres a cada director que se atreva a poner en escena su obra. No debe ahogar ninguna nueva posibilidad de lectura que nazca a propósito de su texto. Sólo se debe examinarse la calidad del trabajo de puesta en escena, nunca su adecuación al gusto propio del escritor. El texto vivo se debe separar del ámbito demasiado protector del que se considera su autor, igual que se rompe el cordón que une al niño con su madre para que éste pueda desarrollarse como una nueva persona.

Mucho debemos aprender del periplo del director de escena: ellos nos han enseñado facetas inéditas de lo escénico que estamos obligados a asumir en nuestros textos y elevarlos de la fugacidad de la representación teatral al campo más duradero, con vocación de eterno, de lo literario.

Tras tan impertinentes puntualizaciones que considero necesarias dadas ciertas confusiones que reinan hoy en día, quisiera examinar con algún detalle mi relación con la escritura de mi ciclo dramático Los esclavos. Con ello os invito a introduciros en la urdimbre del trabajo de escritura y a ver la evolución de un trabajo sobre lo formal conectado a la busca de nuevos caminos para el sentido y la emotividad.

El concepto que inspira Los esclavos nace en 1994 ante las cuatro esculturas de Miguel Ángel del mismo nombre que reposan en la Academia de Florencia. Debían formar parte del monumento funerario del papa Julio II, al igual que el Moisés y los otros dos esclavos que se pueden ver en el Louvre. Pero frente a la monumentalidad o la belleza manierista que se pueden apreciar en estas otras piezas, Miguel Ángel optó en las cuatro esculturas de Florencia por no completar su trazado y dejar a la vista las trazas de su propio trabajo como artífice y la rudeza sin moldear del mármol, adelantándose en esto a formas de entender el arte que el siglo XX ha reinventado. En los esclavos florentinos asombra la textura de la piedra, la pesadez de la materia contra la que luchan las figuras en un retorcimiento inútil que no les sirven para lograr escapar de una prisión demasiado real. Frente a ellos, la serenidad canónica del David, también de Miguel Ángel, una de sus obras más emblemáticas, ponía en evidencia aún más el propósito del escultor: esos seres que el cincel no ha dotado de una forma independiente de la materia que los conforma y que no llegan a ser personajes completos, pero que logran impresionarnos aún más en su debate contra su condición de criaturas.

Nació ahí el germen de una serie de obras (cuatro, evidentemente) en los que se diera esa torsión entre la sustancia y la forma. Periplos que se convertirían en indagaciones sobre lo trágico, esto es, de personajes encadenados a un destino fatal, prefijado, y que lucharían en los límites de la escritura por liberarse de este yugo que ellos no han elegido. No estaría en ellas ausentes el intento de introducir conceptos que la Física moderna probó hace ya ochenta años a través de la teoría de la relatividad de Einstein y los trabajos sobre mecánica cuántica de Heissenberg y Schrödinger. Nuevas maneras de considerar la realidad que afectan a nuestras visiones sobre el espacio, el tiempo y el principio de causalidad y determinación, aún dependientes del pensamiento newtoniano.

En el prólogo a la publicación en 1995 por la Fundación Gil-Albert, dentro de esta misma Muestra de Teatro, de la primera de las obras de este ciclo, Los malditos (obra que fue premiada con el Premio Calderón de la Barca 1994 y que realmente comencé a escribir antes de éste primer momento de germen a que me he referido), Guillermo Heras la encuadró dentro de una dramaturgia de la violencia. Quiso referirse, sin duda, a una forma de escritura teatral que no respeta ninguno de los protocolos habituales en la escena heredados de la tradición del drama burgués: la personalización de los valores sociales a través del dibujo de los personajes; el seguimiento lineal de la trama, la cual responde al esfuerzo ordenador de cierta norma que acaba subsumiendo la vida de los personajes; y el respeto de ciertas convenciones escénicas inamovibles, como es el escrupuloso vaciado de entre aquello que puede ser representado de lo repulsivo, lo horroroso, lo desagradable, todo un movimiento de huida de los propósitos primeros del teatro, el momento mágico de acercamiento a lo real de todos y cada uno de los espectadores presentes en el hecho teatral.

Yo quisiera avanzar a posiciones más radicales y hablar de una dramaturgia de la destrucción. Por una parte, debido a una labor sistemática de acoso y desmantelamiento del personaje, en cuanto a llevarle, a través de un despojamiento implacable, a una posición extrema, a un límite en el que éste se muestre en su mayor grado de desnudez, indefensión y verdad. Por otra, a la conciencia de la pérdida de la trama como principio sostenedor del desarrollo dramático, otra nota, como la anterior, sobre la que ya abundó el mejor teatro del siglo XX, pero que ciertas corrientes reaccionarias quieren poner hoy en duda. Sin embargo, lo que en el teatro de la vanguardia clásica se expresa como absurdo del sentido y juegos metateatrales, donde la búsqueda del sentido auténtico del texto debe buscarse por encima de él, en un lugar donde comparece el autor como nuevo personaje y se escenifica, deconstruyéndolo y desarticulándolo, el hecho de la escritura, debe ceder paso a nuevos lugares donde se exploren los límites de una nueva sensibilidad, ligada a la búsqueda de nuevas formas de catarsis, esto es, de volver a conjurar eso real, ese horror primordial, de nuevo, en el escenario. Una auténtica reconstrucción del hecho de la escritura. Y, precisamente por ello, una búsqueda que se debe dar a través de la indagación y experimentación de nuevas "técnicas" de escritura. El personaje, su relación problemática con el cuerpo del actor; las falsas unidades indivisibles del texto dramático, como son el personaje y la escena, examinando la unidad polisémica del espacio (y aquí la relación entre el espacio abstracto de la representación y su equívoca identificación con espacios realistas) y la variedad del tiempo de esa escena, tradicionalmente considerada como microestructura básica del discurso dramático, no sólo en sus aspectos de ordenación sino también de duración y frecuencia (algo prácticamente ignorado en lo dramático y que se supone más propio de lo narrativo); la acción y la modalización del relato a través del punto de vista y la conciencia de los personajes que lo conforman; la figura del enunciador en el discurso del relato; matizando la cuestión de orden del discurso, todas las complejas relaciones entre el tiempo del discurso dramático y el tiempo en grado cero de la historia del cual es su objeto, así como la relación entre estos y la conciencia de los personajes y del mismo enunciador e, incluso, del enunciatario en su relación con el espectador, son conceptos que una nueva dramaturgia está obligada a revisar hasta sus más profundos cimientos.

Se le pide mucho al espectador en este nuevo teatro. Que se enfrente de forma activa a obras que le requieren como punto esencial en la organización del discurso, así como que se exponga a eso real, a ese punto de ignición que él debe reconocer en su experiencia. Nada que ver con el teatro que no deja nada para el espectador, que busca en él una figura pasiva de la que sólo se espera una respuesta comercial.

Los malditos, primera pieza en el ciclo Los esclavos, narra la situación de un grupo militar de guerrilla aislado en la selva que, ignorado por el resto del mundo, han perdido consignas e ideales. Allí, sus personajes han sufrido más de lo que un hombre puede resistir y, desde ese estado último, retornan cuestiones básicas para el ser humano: aquellas que delimitan lo humano de lo animal. En ella, teatralmente, lo primero es dar cuenta de una atmósfera, de un clima. La selva lo inunda todo, y no sólo el escenario. La selva ha de hallarse presente hasta en el último rincón del lugar de la representación y borrar la seguridad de cualquier puerta de salida. No dejar pensar al espectador: esto ocurre aquí pero allá, afuera, más allá del vestíbulo, me espera mi coche, mi casa, mi trabajo. Al iniciarse la representación, los valores seguros desaparecerán para todos. No se buscará complacencia, dar espectáculo, divertir. Los que se queden, están llamados a sufrir en su carne y en su alma la peripecia de los personajes. El horror está ahí, a menos de un metro del espectador. Es imposible escapar. El texto exige que nadie salga indemne de la representación. Que los que han entrado como simples espectadores no abandonen la sala tal como han entrado, sino que cierto cambio llegue a operarse en ellos. Que se conviertan en receptores del Sacrificio que ante ellos tiene lugar, que dejen de pensar en actores, en máscaras, y en ellos se llegue a operar cierto misterio.

Además de la gran implicación que supone esta prueba por la que ha de pasar el espectador, a través de esta experiencia límite, el texto Los malditos también le busca y asume interpelándole. Pese a su "linealidad" expositiva, se plantean desde el mismo texto, desde la misma organización de la acción dramática, incoherencias, anormalidades estructurales que atentarían contra su verosimilitud y provocan en el espectador el extrañamiento frente al discurso de la obra, que sólo puede alcanzar un sentido a través de la inteligibilidad del que se sitúa en la posición de lector. Estas aperturas del texto afectan a su momento de arranque (lo que es la escena inicial describiendo el encuentro entre dos de los personajes principales se desvela, mediante un salto temporal implícito, como analepsis sobre el tiempo real de la primera escena o un sueño de uno de los personajes; esta misma escena se repite literalmente mediada la obra &endash;¿falso cierre de la analepsis?-, incorporada a un momento distinto - y crucial- del desarrollo de la historia y encarnada en una situación diferente a la primera); y afectan también a su cierre que, como en ciertos estados energéticos de las partículas elementales ante la presencia de un campo externo, se desdobla en tres escenas totalmente antagónicas sobre una misma situación, cada una de las cuales con un balance diferente para el fin de la trama y la resolución de la relación entre los protagonistas, dejando la conclusión de la trama y su sentido abierto a la posibilidad de la ficción del relato y a los efectos contradictorios que esto pueda causar al espectador. Como en las esculturas de Miguel Ángel, el texto se retuerce sobre sí mismo, no se concreta como obra acabada sino como angustia de lo creado, torsión de lo representado en relación a esa historia fija e inalterable que debiera representar. Todo esto amplificado por el carácter épico de la historia, considerando que lo épico ha sido punto primero de desarrollo del relato en múltiples culturas, incluyendo por supuesto la nuestra, supone una consideración sobre un nuevo teatro &endash; un nuevo relato - que busca en los orígenes de la Literatura sus referentes.

Los engranajes (recientemente galardonada con el Premio Lope de Vega y publicada por la revista Escena en su número 40-41, correspondiente al verano del 97) es la siguiente etapa en esta búsqueda. En ella los planteamientos formales que aparecen de manera discreta conformando la macroestructura de Los malditos explotan en una miriada de escenas en las que el tiempo de la historia, en su linealidad, ha dejado de regir el orden de los sucesos. La obra explora exhaustivamente lo que sería una pequeña información en la página de sucesos. Un desgraciado caso de canibalismo (ocurrido al parecer realmente en la antigua Unión Soviética) propicia la creación de personajes, argumento(s), tramas y situaciones, dentro del marco de la más absoluta ficcionalidad, sin pretender la reconstrucción minuciosa y veraz del caso real. Algo similar a lo ocurrido con el Woyzeck de Georg Büchner, a la que esta obra debe tanto: no sólo por reconstruir desde la ficción las circunstancias de un suceso, sino también por su carácter fragmentario, su ensamble azaroso, en la que las escenas se siguen unas a otras sin una ilación evidente, sin seguir una progresión dramática o una temporalidad lineal. Se suceden en la obra los saltos temporales, el desarrollo de escenas en paralelo, a veces situadas en tiempos bien distintos; el tinte onírico contamina de irrealidad escenas realistas . Ocurre en alguna de éstas que hay personajes que se incorporan simultáneamente a ambas escenas, desarrollándose y viviendo estos en un mismo momento dos conflictos diferentes con antagonistas diferentes y en tiempos diferentes, sin que la labor de enunciación recaiga sobre él, siendo simple figura del relato (la situación podrías ser más simple si, en el mismo caso, él asumiera funciones de "narrador"). Se da entonces la conjunción de tres temporalidades: las dos representadas de la historia frente a una tercera, la propia del discurso del relato, que asume a las otras dos en una unidad superior y que, tal vez, se corresponda con la del actor en escena. Una coexistencia de anacronías que se plantea problemática en el cuerpo y la conciencia del actor, que no está en ninguno de estos tiempos y debe representar ambos. No es posible entonces un trabajo naturalista de la interpretación y se pone aún más en evidencia (y esto es una de las notas exclusivas de la escritura teatral frente a otras formas literarias) la radicalidad del cuerpo como objeto que se resiste al esfuerzo ordenador del relato, algo que se enfrenta desde su organicidad a un procedimiento literario. El teatro pone en escena, entonces, esa imposibilidad última de la Literatura como extraña al cuerpo, a la radicalidad de lo real.

El personaje se vive como conciencia dividida, escisión. Lo que Aristóteles llamó hamartía, culpa trágica, y que en los engranajes se vive como torsión, agonía de cierto conjunto de notas y síntomas que conforman una identidad humana (una cohesión de acciones) dentro de un discurso fragmentado. Disconformidad del "personaje" con la función que cumple (algo ya explorado de forma metaliteraria en la historia de la escritura dramática, y en general y hasta la saciedad, de la Literatura) y que la figura de un mediador, un ser real, el actor, permite llevar a sus últimas consecuencias. La última escena de Los engranajes es inverosímil e incoherente con la trama que la precede. En ella, sin que nada permita catalogar esta escena como posible, anterior o ulterior a la trama tratada, se realiza para el personaje todo lo que éste siempre ha deseado y que hubiera evitado la tragedia previa en la cual ha sido tanto verdugo como víctima. El personaje &endash; y la trama con él &endash; se despoja de la ilusión de algo concreto y definido y se convierte, tomando términos de la mecánica cuántica, en espacio de probabilidad. Consecuentemente, el campo de la representación no se reserva ya para lo que "ha sucedido", sino que se amplifica como espacio escénico de la conciencia, de los deseos, los miedos, los más secretos pensamientos de los personajes, los cuales cobran vida problemática al ser encarnados por los actores.

Otra nota de Los engranajes es el descubrimiento de un tiempo y un espacio escénico que abandona cualquier intento de simulación naturalista para reconquistar conceptos que la tragedia clásica griega había consagrado y las búsquedas realistas habían ocultado. La triple unidad aristotélica, fuera de cualquier vulgarización de ser entendida como tiempo, espacio y acción "realistas", cobran así nuevo sentido. Esto será evidente en las dos siguientes obras de Los esclavos, englobadas a su vez con el nombre de Los restos, que se conciben como un díptico que toma, renovándolos, procedimientos formales de la tragedia griega, al tiempo que en su temática acude al legado mitológico clásico. Las dos piezas que lo componen parten una del mito de Agamenón y el ciclo de Argos y la otra del de Fedra. Pero los tratamientos en sendas piezas son bastante diferentes, y asimismo no hay entre ellas ninguna relación argumental. Su nexo precisamente estará en esa diferencia de acercamiento al fenómeno de la antigua tragedia griega.

Actualmente el relato vive una crisis que puede ser letal para su pervivencia. Pasa por su desmembramiento y su fragmentación, y la suplantación de éste por "trozos de realidad" ofrecidos con toda su carga de rudeza y brutalidad por los medios informativos y los "reality-shows" televisivos. Acudir de nuevo al mito tiene su importancia porque éste supone un marco más general que permite la posibilidad de lo narrativo. También porque constituye un catálogo completo de situaciones y actitudes de la psique humana que nunca el curso de los siglos logrará superar; por la importancia que tiene en el rito, y éste en las formas de expresión teatral; y finalmente porque formula un Misterio que desde esa crisis del relato tenemos que empezar a reconsiderar.

En ambas obras juega un papel importante la revisión del mito. En ambas se focaliza ese momento en que lo cotidiano se entrecruza con lo mítico. El mito es un relato primero, ancestral. Una narración que establece un gesto fundador. Da cuenta de hechos que inauguran, que marcan un punto cero en el desarrollo de lo humano. En tiempos como los que vivimos, en que el hecho de la significación se desvanece, el que el mito resuene en situaciones cotidianas supone una epifanía en los personajes que les revela sus más ocultas motivaciones. Marca en un deambular por el sinsentido en que vagan una flecha, un destino. Lo azaroso converge con lo fatal.

En la primera de estas dos piezas,Los restos: Agamenón vuelve a casa, la estructura del espacio sigue a la que se encuentra de forma persistente en todo el teatro griego y que en su estudio de la tragedia raciniana, que también seguía ese modelo, tipificó Roland Barthes en su ensayo "Sur Racine". Distingue tres lugares trágicos: la Cámara, la Antecámara y el Exterior.

"La Cámara, resto del antro mítico, es el lugar invisible y temible donde está agazapado el Poder. Esta Cámara es a la vez la residencia del Poder y su esencia, porque el poder es sólo un secreto: su forma agota su función por ser invisible. La Cámara está contigua al segundo lugar trágico, que es la Antecámara, espacio eterno de todas las sujeciones, puesto que en ella es donde se espera. La Antecámara (la escena propiamente dicha) es un medio de transmisión: participa a la vez de lo interior y lo exterior, del Poder y del Acontecimiento, de lo escondido y lo extendido: apresada entre el mundo, el lugar de la acción, y la Cámara, lugar del silencio, la Antecámara es el espacio del lenguaje: es en ella, donde el hombre trágico, perdido entre la letra y el sentido de las cosas, dice sus razones. La escena trágica no es pues propiamente secreta, es más bien un lugar ciego, pasaje ansioso del secreto a la efusión, del temor inmediato al temor hablado: es trampa husmeada y por eso la postura que se impone en ella al personaje trágico es siempre de una extrema movilidad (en la tragedia griega el coro es el que espera, el que se mueve en el espacio circular u orquesta, situado ante el Palacio).

El tercer lugar trágico es el Exterior. De la Antecámara al Exterior no hay ninguna transición. De esta suerte la línea que separa la tragedia de su negación es delgada, casi abstracta; se trata de un límite en el sentido ritual de la palabra: la tragedia es a la vez prisión y protección contra lo impuro, contra todo lo que no es ella.

El Exterior es, en efecto, la extensión de la no-tragedia; contiene tres espacios: el de la muerte, el de la huida, el del Acontecimiento."

(BARTHES, Roland "El Hombre raciniano". Prólogo aJean Racine:teatro, Alfaguara Clásica.)

Vemos como esa compresión antinaturalista del espacio crea un espacio funcional y no realista: el espacio de la tragedia no es un espacio habitable. El espacio de la representación es un lugar fronterizo entre el del secreto y el exterior. Lo que se moviliza en la tragedia es el deseo: una pulsión que empuja de adentro a afuera y una ley en lucha contra esa pulsión. Lo que exterioriza la tragedia es algo interno y común a todo ser humano. No le hace falta para ello ser teatro psicológico, porque su estructura en sí es psíquica.

"El núcleo de nuestra esencia está formado por el oscuro ello, que no se comunica directamente con el mundo exterior y sólo es accesible a nuestro conocimiento por intermedio de otra instancia psíquica. (...)

La otra instancia psíquica, el denominado yo, se ha desarrollado de aquella capa cortical del ello que, adaptada a la recepción y a la exclusión de estímulos, se encuentra en contacto directo con el mundo exterior. (...)

Su función psicológica consiste en elevar los procesos del ello a un nivel dinámico superior (por ejemplo, convirtiendo energía libremente móvil en energía ligada, como corresponde al estado preconsciente.)

(FREUD, Sigmund Compendio del Psicoanálisis. Tercera parte, Cáp. VIII. Trad. de Luís López Ballesteros y de Torres. Editorial Orbis, 1988.)

De ahí el fin principal de la tragedia, tal como lo definió Aristóteles:

"La tragedia es mimesis de una acción noble y eminente (...) que por medio de piedad y temor realiza la purificación de tales pasiones." ( )

La exploración que propone Los restos no es simple arqueología, sino una búsqueda de una forma de teatro viva y nueva, de procedimientos de la tragedia que el drama psicológico desde el siglo pasado ha desestimado o, en el peor de los casos, fagocitado y simplificado. Intenta rescatarlos para mostrar que hoy en día están mucho más vivos de lo que pretenda estar cualquier tipo de teatro más preocupado por una reconstrucción naturalista. Así, huyendo de una tradición impuesta desde el siglo XIX, se intenta prefigurar un teatro para el XXI que afianzaría sus pilares en modelos que existieron hace más de dos mil quinientos años.

Los restos: Agamenón vuelve a casa (al que se concedió ex-aequo el Premio de Teatro Rojas Zorrilla 1996 y ha sido publicada en este año por el Ayuntamiento de Toledo) trabaja así con la estructuración de la tragedia en episodios y estásimos.

"Las partes de la tragedia según su extensión, y en los que se divide separadamente, son las siguientes: prólogo, episodio, éxodo y coral, que a su vez se divide en párodos y estásimo. Estas partes son comunes a todas las tragedias."

"El prólogo es una parte completa de la tragedia que precede la párodos del coro; episodio es una parte completa de la tragedia entre cantos completos del coro, y el éxodo es una parte completa de la tragedia, tras la cual no hay canto del coro; entre dos cantos, la párodos es el primer fragmento completo que dice el coro; el estásimo es un canto del coro sin anapesto ni troqueo, y el comos, una lamentación proveniente del coro y de la escena."

(ARISTÓTELES Poética)

Tomamos aquí la diferencia principal entre las partes propias del coro, los estásimos, y aquellas que no lo son tanto de éste como de los personajes, los episodios. El Coro, entonces, distingue las partes de la tragedia rompiendo una estructura a base de diálogos. Para operar sobre esa diferenciación hay que entrar en profundidad sobre la cuestión de la funcionalidad que éste tiene en la tragedia. El Coro es lo más íntimo y lo más externo a la trama. Se personifica en figuras que están directamente implicadas en los sucesos que en ella acontecen. Así, en el Agamenón de Esquilo el Coro está formado por los viejos que por razón de su edad, imposibilitados para la guerra, se han visto forzados a seguir en Argos. Desde esta posición se relaciona directamente con la acción, y así habla a los personajes de la tragedia: Clitemnestra, Agamenón, Egisto. Y siente zozobra tanto por el destino del héroe como por el suyo, que sabe que se encuentra en estrecha conexión con el de éste.

Pero, al tiempo que se da esta personificación, pervive en él la primitiva función religiosa de artífice de un rito, que ya se declina como relato. Aparece entonces como narrador homodiegético y como tal es figura de la relación entre el texto y el espectador.

En Los restos:Agamenón vuelve a casa el lugar de los corales está ocupado por monólogos de los dos personajes, que tendrán una doble función:

-desarrollan, como monólogo, aspectos de la psicología e historia íntima del personaje.

-acercan el teatro al rito, y como tal, aproximan la situación de los personajes a la de sus correlatos míticos.

En el transcurso de la obra se alternan las escenas cotidianas, en las que los personajes al dialogar intentan retrasar el momento inevitable en que lo trágico se adueñe de la situación. El diálogo dilata el tiempo previo a la emergencia de los efectos de la catástrofe. Frente a ese tiempo de la acción que los personajes intentan detener, el de los "episodios", tenemos el de los "estásimos", monólogos de los personajes, que profundizan y escarban en el pasado. Tanto el Vagabundo como la Muchacha, sus protagonistas, van rememorando los puntos nodales de su trayecto vital que al final les ha llevado a la tragedia. Forjando su hamartía que se liga al mito. El trasfondo más profundo del personaje se encuentra en la escritura con el destino trágico de los héroes míticos. Sólo en el monólogo encuentran su destino y la posibilidad de relato porque el espacio de lo cotidiano se encuentra anegado por lo real: eso donde nada puede ser escrito.

El espacio reconstruiría el propio de la escena en el teatro griego: el espacio del secreto, el interior del palacio, (allí donde yace el cadáver de la Madre/Clitemnestra) frente al espacio público, el espacio de la representación. Los personajes se reducen a dos, el Vagabundo y la Muchacha, bajo cuya piel laten las figuras del mito: Agamenón-Orestes / Electra-Ifigenia.

En la tragedia griega los héroes dialogan con un coro encabezado por el corifeo. Los actores se restringen en Esquilo a dos, aumentando a tres en Sófocles y Eurípides. En Los restos Fedra se reducen los personajes del relato clásico a sus protagonistas, Fedra e Hipólito. El personaje de Teseo se vive como ausente y el resto es incorporado por el Coro, que también amplifica y convierte en real el miedo, la angustia, el deseo que atraviesan la conciencia de la protagonista. El Coro, que también interviene, comenta y modifica la acción, personifica por una parte los otros personajes que intervienen en la acción, acompañando la peripecia de Hipólito, y por otra, en el caso de Fedra, es una voz que comenta y vive con ella su trayectoria, esta vez más íntima. De alguna manera es, voces sin cuerpo, una materialización de la psique de la protagonista. Cumple una doble función entonces y, además, diferenciada para cada uno de los dos personajes que intervienen en la tragedia.

Una detalle característico de Los restos Fedra es la ausencia a través de sus ochenta páginas de acotación alguna. El texto diálogo se convierte en la única guía para su inteligibilidad. Esto quiere ser punto de referencia de un recorrido en el que he ido despojando a la escritura dramática de otro texto que no sea el delegado a los personajes, lo que debe de ser dicho en la trama, al tiempo que se reniega de la injerencia de la didascalia. Se busca con esa "parquedad" un acercamiento a la palabra-acción, la palabra que, nacida de la acción, es a su vez su artífice. Por otra parte, se quiere delimitar con ello de forma drástica los límites del autor dramático. Nunca más esas acotaciones impertinentes que en un diálogo se crean obligadas a matizar "riendo", "triste", "emocionado", "impasible". Por otra, no estar pendiente de elegir una acción mecánica cuando se ha de hacer es dar el marco para una acción física (en el sentido stanislavskiano del término). El autor debe saber hasta donde llega su parcela para cultivarla de la manera más exquisita que sea capaz (y esta parcela es la de la Literatura), sin inmiscuirse en otros cometidos que no son el de su oficio. Nada más estúpido que leer en un texto, a estas alturas de la Historia del teatro, "izquierda y derecha, las del espectador".

La estructura de Los restos Fedra, en cuanto a disposición de las escenas que la componen, no sigue un modelo prefijado como ocurría en Los restos:Agamenón vuelve a casa, sino que se ajustaría a un patrón cronológico que es el del relato que se establece afín al mito y, en última instancia, al desarrollo interno de la conciencia de la protagonista, si bien la intervención del coro seguirá fijando las partes de la tragedia en su aspecto más externo. La historia se proyecta desde un pasado de tan remoto casi tan legendario como el de la hija de Minos para llegar a la culminación del destino de Fedra, convertida en una nueva Piedad, acunando entre sus brazos el cuerpo moribundo de su hijastro, de aquél que de ninguna manera pudo ser su amante, mientras el barco de Teseo regresa desde la muerte a puerto. Se crea así una nueva figura mítica a partir de elementos tomados de mitos precedentes. La trayectoria de los personajes, y sobre todo el de Fedra, es una trayectoria trágica. Se pronuncia el cambio de fortuna y a través de éste se perfila su personalización, después de ese proceso ya hablado de "desmantelamiento", de dejar indefenso al personaje dentro de la trama.

Este es el trayecto que comenzó en 1992 con los primeros planes de Los malditos y que cierro en este año con el reciente punto final a la escritura de Los restos Fedra. Un viaje en el que, aparte de trabajos cinematográficos y televisivos, he visto estrenadas dos obras cortas: Calibán. Mil. Novecientos, Noventa. Seis, una pesadilla "ciberpunk" sobre elementos de La tempestad de Shakespeare en la que, siendo el tiempo su temática principal, se jugaban los mismos recursos técnicos que en Los engranajes; y La persistencia de la imagen, sobre la fotografía y el problema de lo escópico, escrito teniendo muy presentes los trabajos de Sophie Calle. Ambas obras con dirección de Carlos Rodríguez. Un viaje que ha coincidido con la escritura de mi primera novela, Abrieron las ventanas, a la cuál no le son ajenas muchas de las consideraciones vistas en el presente artículo. Todo un ciclo bien definido en cuanto a ambiciones y recursos desde el cuál, en el momento de cerrarlo, ignoro los derroteros que siga en mis próximos escritos. De alguna forma, he planteado en las obras citadas problemas, investigaciones y temáticas cuyo examen creo que debe ser columna vertebral de una forma de escritura nueva, avanzadillas en la búsqueda de una nueva sensibilidad. La Literatura, ya narrativa o teatro, se nos ofrece como una gran extensión apenas explorada y que sólo espera escritores, directores, lectores y espectadores con el suficiente coraje y valentía como para internarse en ellos. El mayor delito sería rechazar esta invitación, negarnos a ser lluvia para esta tierra virgen.

 

*Cuadernos de Dramaturgia (nº. 2) Muestra de Teatro Español de Autores Contemporáneos, Alicante 1997

 


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